El último botón de la camisa abrochado, como a ti te gustaba. Los ojos perfectamente maquillados de negro, con sus pestañas kilométricas, cruzando esas piernas tan largas que tus manos recorrían. Sabes de quién hablo, no te lo niegues a ti mismo; al menos, no hoy. Ella. Siempre tan iluminada por esa piel pálida como la blanca arena que hacía que sus ojos parecieran aún más océano, más serenos y profundos. Dime, ¿Aún sueñas con el sabor de su boca? ¿O con el calor de sus bracitos agradables que te daban tiernamente los buenos días? Con esas manos dulces de madre forzada. No puedes parar de amarla, lo sé. Se te nota en los gestos que haces. La luna, las sábanas frescas o el café de por la mañana te recuerdan a su ser. El olor a su colonia vas buscando, esnifando cada objeto suyo. Sé que te sientes solo, que crees que es duro, que es mejor ser valiente y volver a querer pero que es difícil viéndola sola y yéndose por un nuevo camino. Habéis muerto cada día esperándoos, os habéis amado mil años y, en secreto y sin reconocerlo os amaréis otros mil más. No dejes ir ese sentimiento.
Ahora bien, ahora, tras cada calada a ese filtro estarás preguntándote que cómo sé tanto de esto. Bien fácil, sé que es todo lo que gira a tu alrededor, me llaman ángel de la guarda, pero prefiero que me llamen como tú te llamas, porque sigo dentro de ti.
Siempre velaré por ti.
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